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  • Foto del escritorFernando Camilo Garzon Gomez

Liliana Parra: una cámara para mirar el mundo

Cineasta; nació, creció y vivió toda su vida en Potosí. Su historia relata el deseo de una niña que quiere escapar del lugar que la vio nacer, pero que, a través del cine, entiende que jamás podrá abandonar su barrio porque Potosí es ella misma. Crónica, narrada en primera persona, del libro: Potosí: historias de la creación artística en la periferia de Bogotá.

Liliana Parra al frente de su casa en Potosí. Ilustración de Sebastián Márquez @streetmarkdesign

En la mano tengo una cicatriz, pero ya casi no se ve. Cuando éramos chiquitas, a mi hermana Andrea y a mí nos gustaba comer maíz pira con melao. Una vez, al derretir la panela, metí la mano en la olla para sacar el maíz y ella me quemó sin culpa. Cuando sentí la panela hirviendo sobre mi mano pegué tremendo grito, pero al final solo me quedó esta cicatriz.

Me crié con mi hermana mayor y mis papás acá, en Potosí. Mi mamá era brava porque yo era muy altanera con ella. Cuando me pegaba, lo hacía con justa razón. Una vez, cuando tenía ocho años, le falté al respeto y ella me pegó muy fuerte en la cara. Salí corriendo a donde una amiga de Andrea que vivía cerca. Mi hermana estaba ahí. Le conté lo que había pasado y le dije que no quería volver a la casa, pero a las cuatro horas ya estábamos allá. Al volver, mi mamá no dijo nada. Ella es de pocas palabras. Nunca me pidió perdón, pero sí percibí que se sintió mal por pegarme tan duro, así nunca me lo haya dicho.

La relación de mis papás con mi hermana era difícil en ese entonces. Creo que fue más duro para ella que para mí. Me arrepiento mucho de eso porque me burlaba de ella cuando le pegaban; me divertía bastante y, la verdad, le pegaban durísimo. Una vez la sentaron en una silla porque siempre tenía la maña de alzar los hombros. Entonces, mi papá la cogió, la sentó y pegó en los hombros, desde ese momento nunca los volvió a alzar. A mí, mi papá solo me pegó una vez en la vida y por eso creo que fui muy afortunada.

Mi infancia en realidad fue muy feliz. En ese entonces no había mucha gente en el barrio. Siempre se veía uno o dos lotes desocupados entre cada casa. Me gustaba bastante ir a esos lugares con mis amigos y, en medio del barro, correr, jugar a las escondidas, al papá y a la mamá y juegos que ya ni me acuerdo. Viene a mi mente el olor a tierra mojada que había en esos lotes. Cuando pienso en Potosí, me gusta imaginarme que está lloviendo, que abro la ventana de mi cuarto y respiro el olor a barro que deja la lluvia.

Hace unos años, todas las calles de Poto estaban sin pavimentar. Era terrible porque siempre que llovía todo se volvía un barrial. Cuando íbamos al colegio y había llovido, llegábamos con bolsas en los zapatos, y en la puerta de la escuela, en un andén, se hacía una fila de mamás que ayudaban a los niños y niñas a quitarse las bolsas para entrar a clase.

Recuerdo que mi papá nos llevaba a donde un primo de él. Era por los lados del Salitre, en unos apartamentos. Para mí era re novedoso ir allá y ver todo pavimentado. Entrar al edificio, pasar por la recepción y que el celador llamara para anunciarnos: “Está el señor Humberto a ver si pueden seguir o no”. Después, ver el apartamento, el ascensor y a mi prima que tenía un montón de cosas que yo no podía tener, como un oso gigante de peluche que medía dos metros. Una navidad, a pesar de que yo sabía que no existía, le escribí una carta a Papá Noel en la que le pedí un oso igual al de mi prima. Nosotros no teníamos árbol de navidad en ese entonces, pero mi papá había traído una mata bien grande de Tolima y nosotras la decorábamos con bolitas de navidad. Puse la carta en la mata anhelando que llegara el oso. El 24 de diciembre llegó uno de treinta centímetros, no el de dos metros que soñaba. De todas maneras, lo disfruté mucho porque olía rico y sí alrededor de él sonaba un ruido fuerte, se le activaba un sonidito, así que me la pasaba aplaudiendo para que sonara. Todos los caprichos de niña pequeña me surgían de esas visitas a la casa de mi prima. Me decía a mí misma: “Cuando sea grande quiero vivir así, en uno de estos apartamentos”. Me imaginaba que esa vida lujosa era la que debía buscar. Ni siquiera pensaba en un trabajo o qué quería hacer, solo quería vivir en esa otra ciudad. Cada vez que salíamos con mi papá, pensaba: “Quiero salir de este barrio”. Cuando volvía a Poto y caminaba en medio de ese fango, con bolsas en los pies, mientras veía las casas pequeñas y desordenadas, solo quería escapar de Ciudad Bolívar e irme a esa ciudad en donde las calles estaban pavimentadas y todo estaba impecable, un lugar en donde no me iba a ensuciar los zapatos.

Ahora que lo pienso, eran puras pensamientos superficiales de niña chiquita. Finalmente, era muy divertido jugar en medio del barro y hoy, que ya todo está pavimentado, me da mucha nostalgia recordar cómo era divertirse en las calles de esas épocas. Poco a poco más familias llegaron. Los lotes que estaban vacíos se fueron ocupando y ahora ya no hay más espacio para jugar. La mayoría de las casas echaron pa’ arriba y se empezaron a ver edificios de dos o tres pisos. Eso fue lo que pasó acá. Por ejemplo, mis papás venían de Villarica, Tolima, y de la nada levantaron esta casa de cuatro pisos.

Siempre he querido que mis papás me cuenten su historia, pero es complicado. Nosotros no somos una familia que hable mucho y, cuando éramos muy pequeñas, ambos trabajaban bastante, no era tan común verlos en la casa. Los únicos momentos en que a mi papá se le soltaba la lengua era con algunos tragos. En ese momento, contaba historias de su pueblo, de su infancia y, sobre todo, lo que él llama la universidad de la vida: el servicio militar.

Por eso creo que para mi hermana fueron más difíciles esos primeros años, porque mis papás no estaban con frecuencia en la casa, trabajaban bastante, como pasa en muchas familias de la localidad, y cuando llegaban solo veían los problemas que ella causaba. De esa época, recuerdo sus historias de amor porque Andrea siempre tenía novio. En ese tiempo, la casa era de un solo piso, así que vivíamos en dos cuartos, todos muy amontonados. Usualmente Andrea estaba en nuestra habitación con su novio y cuando llegaba mi papá le tocaba esconderlo debajo de la cama para que él no se diera cuenta. Al novio le tocaba salir a gatas, despacito, para que mi papá no lo notara. Andrea me pedía que no dijera nada y eso me parecía muy divertido. Yo le espiaba las cartas que le enviaba el novio y me daba mucha risa lo que se decían.

Desde siempre me gustó echar calle. Con mis amigos aprovechábamos que nuestros papás trabajaban y que estábamos solos en la casa. Todo el tiempo pensábamos en reunirnos para hacer fiestas, conseguir novio y tomar trago. Cuando hacíamos las fiestas, había muchachos que metían marihuana, pero nosotros les decíamos que, si lo iban a hacer, lo hicieran fuera de la casa. Salían, se fumaban su bareto y volvían entrar. Una vez me ofrecieron, pero nunca fumé porque mi papá siempre me hablaba de eso y me decía que era malo. Lo que a mí me gustaba era parchar. Andaba la calle de arriba pa’ abajo. Aquí donde me ve ahora, yo antes era re ñera, aunque también fui rockera, emo y flogger. Creo que pasé por todas esas tendencias de adolescente.

Cuando tenía 12 años me gustaba pelear. Estudié en el Colegio Sierra Morena, que está en una loma al frente de la montaña en la que está Potosí, y a mí me caía muy mal una muchachita. No la soportaba por pura envidia porque era muy bonita. Yo me la pasaba fastidiándola y un día en clase le hice zancadilla, ese fue el detonante. Se puso muy brava y me dijo: “Nos vemos en el romboy”. El romboy queda atrás del colegio, después de la vía principal en Sierra Morena, está escondido, no pasan muchos carros. Ese es el sitio histórico de toda pelea de ese colegio. Recuerdo que a los dos lados del romboy hay casas y algunas familias se asomaban a ver las peleas. Fuimos entre varias compañeras a ver cómo era la vuelta. Estábamos en combitos para pelear las unas contra las otras. Yo tenía mi combo y la otra tenía el suyo, íbamos respaldadas. Antes de llegar, la maña era embadurnarnos la cara de vaselina para que el daño de los rasguños fuera menor. La otra cosa que solíamos hacer era cortarnos las uñas en forma triángulo porque sabíamos que en la pelea metíamos puños, patadas y arañazos, de todo, mejor dicho.

Cuando se acabó la pelea yo tenía la cara vuelta nada, repleta de sangre. Estaba muy asustada de verme así porque si llegaba a mi casa y me veían de esa manera, ¿qué me iba a inventar? Me iban a matar. Le dije a mi amiga que fuéramos para su casa que quedaba en Caracolí, un barrio cercano al colegio. Cuando llegamos, tratamos de limpiarnos, pero los papás nos pillaron con la cara así. Para mí, eso fue terrible. Solamente pensaba: “Ahora le van a decir a mis papás, ¿qué voy a hacer?”. No hubo de otra que inventar una historia.

Les dijimos que habíamos peleado con otras muchachas, pero que yo no era la culpable, que a mí me habían golpeado de la nada. Los papás de mi amiga se enfurecieron y me mandaron a tomarme una foto en un estudio de fotografía que quedaba cerca de la casa de ella. Me tomaron varias fotos dizque para tener pruebas, pero les pregunté: “¿Pruebas para qué?” y los papás de mi amiga respondieron que porque mi caso había que llevarlo a Medicina Legal. Solamente lloraba y por dentro me gritaba a mí misma: “Noooo, por Dios, ¿por qué?”. Después de las fotos me llevaron a mi casa, pero nunca les contaron a mis papás. Ellos se enteraron cuando nos llamaron del colegio y nos reunieron con los padres de la otra niña. Y pasó lo de siempre, tuvimos que firmar el observador y aguantar el sermón. Mis papás se avergonzaron mucho y me regañaron. No me pegaron, pero me pidieron que no los hiciera pasar ese tipo de vergüenzas.

Es que, a esa edad, a mí me gustaba parchar, coquetear y pelear. Cuando estaba en sexto grado, llegó un profesor de música muy chévere al colegio. Se llama Leonardo y fue la primera persona que me hizo ver la vida de otro modo. Era muy divertido y siempre contaba chistes, era el profe diferente. Todavía recuerdo que debíamos aprender el ejercicio del: “Pan, queso, pan, queso, pan, pan, queso pan” para entender cómo se leían las corcheas, las negras y las estructuras musicales. Las clases de arte en el colegio nunca me interesaron y fue hasta que llegó ese profe que me generaron curiosidad otros temas. Creo que fue porque nunca tuve una influencia artística cuando era niña. En mi casa, la única música que se ponía eran rancheras pa’ jartar. Nada más.

Cuando estaba en octavo grado, el profe me convenció de que tenía que aprender a tocar guitarra, entonces le dije a mi papá que me comprara una. Me reunía todos los descansos con este profesor para tocar y él me dejaba ejercicios para practicar. Aunque ensayaba cuando estaba en la casa, la guitarra no era mi fuerte y nunca fui muy aplicada. Finalmente la abandoné, pero esa guitarra y esos encuentros en los descansos con el profesor nos enamoraron. Ahí había algo, pero él se tuvo que retirar del colegio cuando yo estaba en décimo grado.

Ese año, llegó otro profe que enseñaba artes y también era una chimba. Siempre nos preguntaba que si íbamos a hacer algo. En ese tiempo nos gustaba mucho ir al billar. Un día le contamos al profesor que en la tarde íbamos a ir a jugar y él dijo: “¡Uy! Qué chimba. Vamos, yo me les pego”. Nosotros nos sorprendimos y le dijimos: “¿En serio, profe, usted? ¿Y sí puede?”. Nos dijo que sí y fuimos todos para allá. Él era joven, hace poco me lo encontré y me dijo que cuando nos daba clase tenía 26 años. Ese día fuimos antes a mi casa y preparamos el almuerzo, hicimos un arroz con pollo entre todos y después parchamos a jugar.

Desde ese día, andábamos para todo lado con ese profesor. Él vivía en Bosa y una vez nos llevó a su casa para hacer una fiesta. Cuando llegué, quedé muy impresionada porque él tenía un montón de pinturas, una mesa de dibujo, marcos para estampar y una cantidad de vainas que eran nuevas para mí. Me la pasaba preguntando: “Ay, esto es muy lindo, ¿qué es?”, y él nos iba explicando qué era cada cosa. Ese profe me influyó mucho y me dieron ganas de empezar a explorar.

Empecé a hacer vídeos en YouTube. En ese tiempo, había una youtuber que me gustaba mucho: Caelike. Así que cogí una cámara digital que tenía mi hermana y empecé a grabarme. Me di cuenta que en YouTube la gente hacía contenido hablando de cualquier cosa, entonces hice lo mismo. Encendí la cámara y empecé a hablar de todo lo que pasaba en el colegio: los problemas, el sufrimiento por las amistades, los amores y las peleas. Así comencé y los vídeos se volvieron un boom en la clase. Todos hablaban de ellos, decían: “¿Uy, se enteró de esto? ¿Se enteró que tal persona esto otro?”.

Hoy, solo me acuerdo de un vídeo en el que hablaba sobre la amistad y sobre las traiciones de la amistad, de cómo una amiga se iba con la otra y la engañaba a una, pero sé que había más temas. La edición era muy boba. Usaba Movie Maker y ya. Subía los vídeos a Facebook y por eso todo el mundo los veía. En ese momento, volví a hablar con el profe de música, Leonardo, con el que alcanzamos a tener algo. Como él se fue del colegio, solo teníamos contacto por esta red social. Le envié uno de esos vídeos para que lo viera y creo que le gustó lo que hacía. Me dijo que era muy interesante que tuviera la actitud para decir todo eso y mostrarme enfrente de muchas personas. Me contó que él también estaba trabajando en varios vídeos musicales y, en ese momento, le pregunté que cómo se exportaba un vídeo que no podía exportar.

Así empezamos a hablar. Un día, él me dijo que si quería ir a ayudarle a grabar un videoclip con unas muchachas. Le dije: “¡De una, vamos!”. Fui y para mí eso fue re áspero porque en el set tenían severas luces, micrófonos y una cámara de vídeo re pro. De un momento para otro, él me pasó la cámara y me pidió que lo ayudara a grabar. Me decía a mí misma: “¡Ay, Diosito! Yo nunca he cogido una cámara de estas”. Pero fue bien divertido, me gustó mucho. Empecé a grabar y después el editó el vídeo, me lo mandó y me dijo que tenía buen ojo y buena mano para la cámara.

Nos empezamos a ver más seguido porque él quería hacer vídeos con su música, y así nos enredamos amorosamente. Fue bien chistoso porque nos llevábamos como 17 o 18 años de diferencia. Leonardo volvió al colegio cuando yo estaba en mi último año, once. Fue divertido porque en los descansos siempre estábamos juntos y cuando terminaban las clases nos quedábamos solos en el salón para darnos muchos besos. Él fue el segundo novio que tuve. De hecho, creo que al primero le terminé por meterme con él. Realmente no me sentía enamorada de él. Creo que lo hice porque era profesor y uno idealizaba su figura. Él me mostró un mundo desconocido para mí y fue muy chévere explorarlo. Por ejemplo, cuando me invitaba a comer a lugares como Crepes & Waffles. Yo nunca había ido a un restaurante de esos y fue chistoso porque al entrar, pensé: “Juepucha. ¿Qué es esto?”. Cuando me pasaron la carta, no tenía ni idea de qué ordenar. Él pidió algo y dije: “Lo mismo, yo quiero lo mismo.” Viví un montón de cosas chiquititas que nunca había vivido.

Para mis papás siempre fue re importante que mi hermana y yo estudiáramos. A mí nunca me molestaron porque fuera novia de este o del otro. En realidad, nunca lo hablamos. A ellos solo les importaba lo que iba a hacer con mi vida. Dos años antes de graduarme, tenía una amiga que estaba estudiando para ser auxiliar de enfermería. En ese entonces, no estaba segura de lo que quería, así que le dije a mi papá que iba a ser enfermera. A él le gustó la idea y empecé a estudiar un curso de enfermería en un instituto que quedaba en Venecia, en la localidad de Tunjuelito. Era muy chévere porque me tocaba ir a conciertos como paramédica de eventos. Nunca había ido a un concierto y, para mí, era muy emocionante. No me los podía gozar al ciento por ciento por el trabajo, pero veía cómo todo el mundo los disfrutaba.

Un día, me tocó ir a un concierto de gente re loca en la media torta, en el centro de Bogotá. Era de rock o de metal, una vaina así. La gente fumaba tanta marihuana que parecían chimeneas. De la nada, todos empezaron a saltar y a cascarse entre ellos. Me asusté resto porque veía que se pegaban muy duro. Con mi compañera nos hicimos junto a la pared y nos preguntábamos cuándo nos iban a caer encima. Cuando se detuvieron, nos llegó un montón de personas golpeadas, llevadas del trago, de las drogas, de todo, mejor dicho. Era una locura. Para mí fue bien sorprendente ver eso.

Cuando terminé el bachillerato, no estaba muy segura de querer ser enfermera y me presenté con muchas dudas a esa carrera en la Universidad Nacional, pero no pasé. Necesitaba un consejo, así que hablé con Leonardo y le dije que a lo mejor sería más chévere estudiar algo que estuviera relacionado con el vídeo o con la narración. Me puse a buscar en la Internet y encontré tres carreras que me llamaron la atención: comunicación social, artes escénicas y cine.

Sin embargo, mi interés no era hacer una película u otra cosa. Absolutamente nada de eso. Tenía curiosidad por narrar, por coger una cámara y contar lo que sucedía a mí alrededor. El profe me explicó en qué consistía cada carrera y, en ese momento, decidí que quería estudiar cine.

Busqué la carrera, estaba en la Universidad Central y la Manuela Beltrán. Cuando le conté a mi papá que quería estudia cine, me dijo el cliché: “¿Ay, pero y eso pa’ qué le va a servir en la vida?”. Él quería que estudiara contaduría o administración de empresas para que pudiera ayudarlo en el negocio de instalaciones de gas natural que había montado cuando dejo de ser vigilante. Sin embargo, siempre he sido muy terca y le dije: “Es esto o no es nada”. Sin pensarlo mucho, respondió: “Pues sí, hágale porque qué más”.

Estudiar en la Manuela Beltrán era de alguna manera empezar a cumplir lo que siempre había soñado cuando era niña: salir de Ciudad Bolívar, ir a una universidad cara y privada y huir del barrio en el que había crecido. Creo que pensar así fue un error.

En el primer semestre, cuando la gente me preguntaba dónde vivía, decía que en el Tunal o cualquier sitio que no fuera en la loma; me daba pena decir que era de Ciudad Bolívar, me sentía inferior. Cuando empecé a cogerle confianza a las personas de la universidad y decía la verdad, me respondían, tratando de imitar el lenguaje ñero: “Uy, quieto”, o algunas expresiones parecidas. Eso era bien feo. Sentía que tenía que ponerme una máscara para estar allá, que no podía ser yo misma.

Llegar a la universidad era muy pesado. Tenía clase de siete de la mañana, entonces a las cinco ya tenía que estar en el paradero del autobús. Las filas eran largas, por eso prefería dejar subir a la gente y esperar para quedar al frente de la fila y agarrar puesto en el siguiente bus. Ir sentada significaba que podía dormir una hora y media hasta que me tocara bajarme. Cuando iba tarde, paila, me tocaba ir parada. Siempre miraba por la ventana y veía los paraderos con mucha gente, personas que tienen que madrugar y coger transporte público para ir a trabajar al otro lado de la ciudad. Empecé a entender el significado de vivir en el sur, en la periferia, lo que implica la lucha diaria de la gente, la pobreza y la diferencia de clases; el sur sosteniendo el norte.

Hora y media para ir y hora y media para volver. El viaje era movido porque los conductores del bus hacían carreras entre ellos. Se pitaban, se gritaban y competían por ver quién llegaba primero. En la mañana, los buses siempre iban tetiados; en la tarde, dependía de la hora; en la mañana, los buses olían rico, como a perfume; en la tarde, algunas veces, olían a chucha y había gente que, en serio, se daba garra. Montar en bus fue un shock. Fue la primera vez que salí de Potosí sola. Me daba mucha tristeza ver toda la gente que se subía a pedir plata en los buses y, sobre todo, ver tanta pobreza en el centro de Bogotá. Cuando pasábamos por la carrera décima y veía tantos habitantes de calle acostados en las aceras, me deprimía mucho. Era nuevo para mí, jamás había visto eso y cuando llegaba a la casa siempre tenía muchas ganas de llorar.

Ahora que pienso en esos años, me da un poco de nostalgia. Aunque nunca fui feliz con la gente que me encontré en la carrera, creo que la universidad me ayudó a ver mi barrio de otra manera. Siempre es bueno tomar distancia, mirar desde afuera y volver adentro. Lo que estaba estudiando me llevó al ejercicio de pensar la imagen a través de una cámara: los colores, el espacio y los personajes. Cuando entendí qué era una composición o una escena, empecé a buscar la forma de ver esas imágenes con la cámara. Ya no miraba el barrio igual, sino que lo veía como una película, como escenas de un largometraje. Pensaba: “Esta escena es muy potente para una película. Esta persona es el personaje de una película”.

De ahí surgió mi obsesión por grabarlo todo. Yo, siempre, con el celular que tenga, grabo la conversación de la persona que va al lado mío en el bus. También, todo el tiempo, me grabo a mí misma o estoy describiendo un personaje o un lugar. De repente, cambió mi percepción. Antes pasaba por alto muchas cosas, pero empecé a tener una mirada más sensible ante la vecina, ante el señor de la tienda, ante la calle, los cables, la ropa colgada en las terrazas de las casas y todo eso tomó otro sentido. Por ejemplo, en el paradero de Potosí, donde cogía el bus todas las mañanas, hace poco encontré, gracias a una foto, un personaje que había ignorado toda mi vida. Para mí, es bien bonito, le voy a contar.

Actualmente, hago parte de un grupo de mujeres en el que pensamos formas de narrar nuestros entornos. Hicimos un ejercicio para describir el lugar donde crecimos y yo escogí una serie de imágenes para empezar a contar mi barrio. Una de las fotografías que utilicé, era del paradero del bus y la escogí por la Virgen que se ve en la foto. Antes, este espacio era un botadero de basura: los perros, los recicladores, los vecinos, todos llegaban a botar cualquier cosa y se hacía una montaña de desechos. Detrás del paradero queda un caño y toda esa basura se iba por ahí, pero, un tiempo después pusieron a la Virgen y se hizo el milagrito, nadie volvió a tirar basura. Un día, estaba mirando esa foto, en la que creí que lo importante era la Virgen y, sin darme cuenta, viendo los trazos de ese camino, vi al señor que le dije antes. Empecé a recordar que este señor que capté en la fotografía del paradero, por pura casualidad, es el mismo que trabaja lavando los buses en el barrio. Él es del Tolima, como mis papás, y le dicen “El Tolima”. Al observar la foto, vi que tenía puesta una chaqueta con los colores de la bandera del Tolima, y para mí fue increíble encontrar todas esas coincidencias que se juntaban con la historia de mis padres, porque yo nunca lo había visto en la foto.

Ese señor es un personaje. A veces usted lo ve lavando buses y otras veces, con su grupo musical. Él tiene un tío con el que se visten de paño y se sientan al borde su casa, en una banquita de madera, como las que ponen en el campo, a cantar con sus guitarras. Me parece hermoso, ese es uno de los personajes que siempre estuvo en mi vida, pero al que nunca le había puesto cuidado. Y cuando lo vi en esta foto me hizo caer en la cuenta de las cosas que nunca me percaté, de la observación y las historias que podía crear con cualquier persona de Poto.

Esa forma de mirar me hizo dar cuenta y reafirmar la necesidad de contar las historias de las personas del barrio. En ese momento de nueva sensibilidad, me encontré con el Ojo al Sancocho. Un día, cuando volvía a mi casa muy triste de la universidad y ya me iba a bajar del bus, vi un letrero que decía: “Festival Ojo al Sancocho. Se presenta Andrea Echeverri”. En seguida pensé: “¡Qué chimba! Voy a ir”. No tenía ni idea de qué era ese festival, a mí lo que me llamó la atención fue ir a ver a la cantante de Aterciopelados porque hay una canción de ellos que me gusta mucho, la que se llama A eme O.

Cuando llegué a mi casa, entré a Facebook para buscar la programación y vi que el evento era el sábado. Ese día, cuando subí al auditorio de Arborizadora Alta, donde se haría el concierto, me sorprendí mucho. Veía cámaras por todas partes y había mucha gente. Me dio mucha timidez porque iba sola. Empecé a sentir que ese evento no era para cualquiera. Alguien se me acercó, me pasó la programación, me invitó a seguir y me dijo que me podía sentar en cualquier lado. Fue muy divertida esa noche y lo que más me sorprendió es que al final del evento todo el mundo se puso a bailar, a abrazarse y a reír. Yo los miraba de lejos, pero me pareció hermoso ver cómo todos se querían.

Después de esa noche, no supe más del Sancocho hasta que me encontré una convocatoria que ellos lanzaron para un proceso que se llamaba Imaginando Nuestra Imagen (INI). Era una convocatoria del Ministerio de Cultura para la formación en cine y eso me pareció muy interesante. Pensé: “Me voy a meter en esto a ver qué tal”. Yo estaba en la universidad y en ese entonces me sentía un poco triste porque había terminado con el profe. Buscaba algo para distraer la cabeza y cuando llegó el correo para la convocatoria, me metí de una.

No fui a los primeros dos talleres, pero sí al tercero. Estaba muy mal, muy despechada. Sin embargo, no quería llegar a mi casa a hacer nada. Mientras iba al taller pensaba: “Será que sí voy, será que no voy”, pero cuando estaba en la esquina del ICES, donde se llevaba a cabo el INI, me decidí y me bajé del bus. Cuando entré, estaban presentando el pitch para escoger las historias que iban a producir. Me acerqué a una muchacha que estaba ahí y le dije que me había inscrito al taller, pero que no había podido ir las primeras sesiones. Ella me dijo que no había problema, que todo bien y que siguiera. Cuando eligieron las historias para empezar con la preproducción se hicieron dos grupos: uno haría Antes de las 10, que relata las mal llamadas “limpiezas sociales” que hay en la localidad, y el otro, en el que yo quedé, Malabares de la vida, que se trataba sobre el sueño truncado de un joven artista.

Al momento de dividirnos los cargos, escogí dirección de fotografía. Mi fijación hasta cierto momento fue la cámara. Cuando aprendí en mi carrera lo que se podía hacer con las composiciones de la luz, me gustó mucho más. Mi sueño era poder componer con diferentes tonos, con una luz naranja, una luz azul o explorar los diferentes universos que se podían crear. En ese momento, en la universidad grabábamos con película. Era algo maravilloso. Anhelaba con ser la que enhebraba la cinta en la cámara, pero nunca lo logré en la universidad, no me dejaron y me quedé con las ganas de saber qué podía inventar con la luz. Fue hasta que estuve en el INI que tuve la oportunidad de hacerlo.

El taller era muy bacano porque por cada departamento traían a un profesor que era reconocido en el medio, por ejemplo, en producción trajeron a Jorge Botero; en dirección, a Jaime Osorio; en arte, a Catalina López; en actuación, al Coco Badillo. Ninguno de mis compañeros hacía cine. La mayoría eran pelados que acaban de salir del colegio y no estaban estudiando nada; también participaba Mariela, la costurera del barrio. Sin embargo, nunca sentí que supiera más que ellos o que estuviera por encima de alguien por estudiar cine. Obviamente, sí había temas que les compartía en clase, pero nadie fue superior a los demás. Yo prefería esperar a ver qué proponían los otros, pensaba que era mejor lo que podíamos construir entre todos.

Cuando se acabaron los módulos con cada profesor, empezamos el proceso de producción y dirección. Hicimos el plan de rodaje, el desglose de producción, la propuesta de arte y cada uno trabajaba en lo que había elegido en ese momento. Había un presupuesto general para hacer un corto, pero como éramos tantos, tocó dividirlo para los dos grupos. Teníamos que reunirnos en la casa de los otros compañeros para mirar locaciones en Potosí y disminuir costos. Recorríamos el barrio de arriba a abajo. Un compañero decía: “Yo conozco a tal persona que nos podría prestar su casa para grabar”, entonces íbamos y hablamos con esa persona. Todo se hacía con la gente del barrio. Por ejemplo, hicimos un casting en el colegio en el que se presentaron profesores, vecinos y vecinas del barrio. Del mismo modo, todos los actores y personas que hicieron parte de los cortos eran de Potosí. Nos tocaba cranear esa estrategia para que los vecinos nos ayudaran en el rodaje; por ejemplo, ir a la panadería a hablar con el señor de la tienda a ver si nos ayudaba con unos pancitos para el desayuno.

Para mí, gestionar el corto en Potosí, era muy distinto a hacerlo en la universidad porque en la carrera usted tiene que poner un presupuesto que no bajaba de un millón de pesos. Todo tocaba pagarlo. No había autogestión, amigos o vecinos. Había que poner las lucas para poder hacer realidad algo que ni siquiera sentía como propio.

Descubrir esa otra forma comunitaria de hacer cine, diferente a lo que se hacía en la universidad, me cambió la vida. Pensaba: “Juepucha. ¿Por qué me metí a estudiar a esta universidad, si esto está re chévere, es más divertido y es más del barrio, más de la gente de acá?”.

En la universidad, estaba con otro tipo de personas. Con la mayoría, muchas veces me sentí inferior, pero en el proceso del Ojo al Sancocho encontré mi lugar en el mundo. Aquí podía decir, contar y hacer lo que me nacía, era más sincero. En mi carrera nunca sentí que estuviera haciendo algo con las personas que quería y eso es algo horrible, porque lo más lindo de hacer cine es esa la relación entre las personas. Es el amor que se puede tejer entre todos, eso es lo que hace más rico el proceso y eso sí pasó en el taller. Éramos amigos, caminábamos el mismo barrio y teníamos una relación cercana.

A nosotros nos parecía mágico que nuestro trabajo y la historia que habíamos escrito se viera después en una pantalla. Por eso, teníamos ese deseo por hacer y por aprender. Siempre había un consenso. Si había dos personas en el grupo que querían hacer sonido, de alguna forma nos organizábamos. En fotografía, uno podía tomar la cámara y el otro manejar las luces. El guion lo escribíamos entre todos. Lo que importaba era el proceso y los acuerdos.

En la universidad pasa algo y es que hay mucha rosca. Si uno no es popular, si no tiene la mayoría de amigos, su historia no pasa. Las personas como yo, que somos alejadas, que no hablamos con todo el mundo, ni somos los más “populares”, éramos ignoradas. En esos grupitos que se formaban nunca había votos por mis historias, hacían estrategias para escoger las de los de siempre o las propuestas de fotografía de los mismos. Era un ambiente de competencia, de ganarle al otro, no de crear un proceso colaborativo. En el Sancocho no había competencia, no existía ese ambiente. Se sentía un deseo por aprender, por juntarnos y divertirnos con lo que estábamos haciendo, sobre todo con amor y el sentido de compartir para aprender o desaprender conjuntamente. Había expectativa de ver qué íbamos a crear.

Cuando se acabaron los módulos de formación y terminamos los cortos, quedé con muchos amigos y amigas. Uno de ellos fue Jeffrey, quien se fue a estudiar un año a Brasil con ayuda del Ojo al Sancocho. Cuando volvió, nos reunimos con Sergio, otro de los compañeros del primer módulo, y nos presentamos a una nueva convocatoria del INI. Lo hicimos directamente con el Ministerio de Cultura, aunque nos apoyaba el Festival. De ahí salió Zapatos rojos, una historia que nace de una experiencia familiar. Mi tía pertenece al evangelicalismo. Ella tuvo seis hijos que abandonaron la casa porque la religión les imponía que podían estudiar hasta quinto de primaria, que no podían dedicar sus vidas a otra cosa que a la iglesia y al negocio familiar. A mis primos no los dejaban usar juguetes, televisores ni usar zapatos rojos porque para ellos era pisar la sangre de cristo. Ellos y ellas no estaban de acuerdo con la religión y decidieron coger calle, unos terminaron en la cárcel y otras hicieron su propia vida bajo sus propias creencias. Así que con Sergio y Jeffrey decidimos contar esta historia porque esta religión que sigue habitando el territorio y los profes de los colegios siguen luchando para convencer a los padres evangelicalistas que dejen finalizar a los niños sus estudios.

Cuando ganamos la financiación para la obra, llamamos a la mayoría de personas del taller del INI, pero estaban haciendo otras cosas; algunos estudiando y otros trabajando, la única que nos copió fue Mariela.

En esos días en los que estaba súper enamorada de los procesos con el Ojo al Sancocho vi el accidente de la volqueta que mató a una señora. Vi el vídeo en Facebook, fue terrible. La señora Jineth estaba tirada en una carretera del barrio, cerca de la glorieta que queda saliendo de Potosí. Yacía desmembrada y los niños, sus hijos, estaban al lado de ella tratando de unir las partes de su cuerpo y de recogerla mientras lloraban encima de su madre. Ese vídeo me movió mucho y me dieron ganas de saber qué había pasado. En ese momento, fue cuando me encontré al movimiento “No le saque la piedra a la montaña”.

No tenía ni idea de la explotación minera que había en las montañas de Ciudad Bolívar. Creo que toda mi vida lo normalicé. De hecho, cuando era niña, recuerdo que era completamente verde. Cuando subíamos a la montaña con mis amigos, no sé si lo imaginábamos o era verdad, pero creíamos que había una cueva donde vivía un oso. No podíamos pasar por ahí porque el oso nos podía comer. Hoy, cuando pienso en esas épocas, entiendo que nosotros imaginamos la explotación que veíamos como parte del paisaje.

La muerte de la señora Jineth logró convocar a una movilización en todo el barrio. El camión que la atropelló estaba yendo hacia la montaña donde está la mina de arena. La comunidad se empezó a congregar para denunciar la muerte de Jineth y la explotación de la montaña. En Facebook vi que al día siguiente del accidente, el punto de encuentro de la protesta era el Puente del Indio y allá llegué. Mi objetivo era hacer un vídeo sobre la movilización y rotarlo para que la gente se enterara de lo que estaba pasando en la mina. Cuando llegué, solo había cuatro personas. Esperamos a más gente, pero nadie llegó. Entonces, el muchacho que estaba coordinando la movilización, y que era de la organización Libertatia de Arborizadora Alta, dijo: “Mejor vamos al campamento”.

En la vía principal que queda al frente de las canchas de Potosí, habían instalado un campamento. Se intentó hacer uno en la glorieta donde habían matado a la señora, pero ya había otro al lado de la Casa Cultural de Poto. Fue bien bonito porque cuando llegamos, las personas bailaban, tocaban instrumentos y pintaban carteles sobre la montaña y la minería, mostraban su desacuerdo con la explotación. En ese contexto, la defensa del Palo del Ahorcado, que es el árbol de eucalipto que representa el barrio y la montaña, se volvió muy importante. Desde ese día, empecé a parchar en ese campamento que duró más o menos un mes. El bus que venía de la universidad siempre pasaba por ahí. Así que el campamento se convirtió en mi parada.

Ese fue un proceso muy bonito porque muchas de las mamitas del barrio iban a ayudar en la olla comunitaria. Todos los vecinos se empezaron a reunir en defensa de nuestra montaña. Había una olla en la cual se preparaban las tres comidas del día: el desayuno, el almuerzo y la cena. Todos los días, todas las comidas, durante un mes. La gente pasaba y dejaba una bolsa de pan, una panela, una bolsa de arroz. La comunidad entendía y sabía por qué se estaba haciendo el campamento y por eso fue muy receptiva. Mi mamá también mandaba comida. Así mismo, yo llegaba allá con bolsas llenas de pan. Ahí aprendí mucho sobre el valor de compartir. Si teníamos una manzana para diez personas, la partíamos para todos. Muchas veces llegaba gente solo a comer, eso daba piedra, pero igual no se les negaba el alimento porque la comida junta y organiza; quienes pasaban solo a comer finalmente volvían y se empezaban a involucrar en otras actividades que sumaban al ejercicio de protesta y movilización.

Yo siempre llegaba de la universidad y estaba un ratico para grabar una toma. No tenía en mi cabeza que ese ejercicio iba a terminar siendo un documental. Solo quería grabar y registrar esos momentos para ir subiendo videítos, pero después cuando vi todo el material pensé: “¡Qué chimba! Aquí hay algo”.

El documental se llamó 18 toneladas porque ese fue el peso de la volqueta que arrolló a Jineth. Me acuerdo que el montaje de la película fue un caos. Nunca me ha gustado editar. De ese documental hay una versión anterior que presenté en un festival del Ojo al Sancocho en el ICES y fue re paila. En ese momento estaba emocionada porque tenía el registro de ese proceso, pero el montaje y el sonido estaban muy mal. La versión final del documental la terminé gracias al proyecto de formación para los procesos de los barrios que impulsó Petro. Ese fue mi primer contrato como formadora, de él salió un presupuesto que invertí para pagar la edición y algunas tomas de dron que hice, pero también, desde ese momento, empecé a trabajar en talleres con niños y niñas de Poto.

Después del registro, hice algunas entrevistas y fui mejorando la edición. Los planos del Palo del Ahorcado los hicimos con el dron de un amigo de la universidad. El problema era que con la pelea por la montaña cerraron el paso al árbol. No sabemos quién es el dueño porque hay una disputa legal, el punto es que es una tierra de propiedad privada y no dejan entrar a nadie. Cuando estábamos grabando las escenas con el dron, un señor empezó a tirarle piedras. Mi amigo estaba re emputado y me decía que cómo le iban a tirar piedras al dron. Yo solo le pedía disculpas, pero bueno, menos mal no le pasó nada.

Llevar gente de la universidad al barrio fue bien chistoso. Por la ropa y la cara uno sabe quién viene de afuera. Recuerdo una vez que pasamos con unos amigos al lado de una olla. Ellos se veían re gomelos, como gente de otro lado, y los de la olla, que son unas pintas, se ven bien ñeros, empezaron a montársela. Gritaron: “¡Cáigales, cáigales!”, les gustaba asustarlos. No les iban a hacer nada porque iban conmigo, pero me dio pena porque tenían miedo. Creo que mucha gente piensa que no soy del barrio, pero como siempre he trabajado en los talleres con los niños de Poto la gente me reconoce y no me hacen nada.

El campamento que inspiró el documental fue muy importante porque mientras grababa conocí a Ferney. Él era uno de los profes de la Casa Cultural de Potosí y del ICES. Me empecé a acercar a la casita cultural y a parchar con los pelados de ese espacio. Un día, él me contó que unas estudiantes suyas del ICES se habían empezado a meter en el asunto de la droga y que quería sacarlas de eso a través del cine. Como sabía que yo estaba estudiando cine, me propuso que hiciera un taller para enredarlas en ese mundo. Le dije que sí, que de una. A mí me daba mucho susto porque nunca había enseñado, así que lo que hice fue llevarlas a la escuela popular de cine del Ojo al Sancocho. Cuando le conté a Ferney, me dijo: “No quiero que usted las lleve a las clases de Ojo al Sancocho, quiero que haga su taller y dé sus propias clases de lo que sabe y de lo que está aprendiendo en la universidad”.

Así empecé a enseñarles. Para mí era raro, me decían profe y no lo entendía, no me imaginaba como una profesora. Tenía que plantear una enseñanza interesante para que las chinas me copiaran. Comenzamos a desglosar lo que yo había aprendido sobre los inicios del cine, sobre la luz y sobre los temas básicos de la fotografía: el plano general, el medio, el detalle, el ISO y la forma para grabar. A ellas lo que más les interesaba eran las cámaras. Ferney me había dicho que a ellas les gustaba posar, modelar y sacarse fotografías.

Ahora que tengo más experiencia enseñándole a niños, puedo decir que la cámara siempre es un punto de atención muy fuerte para ellos, se sorprenden mucho cuando ven una, también les gusta poder ver a través de ella y tomar fotos. Es como el primer interés, el primer encuentro con el aparato. Eso sí, hay chicos que cogen la cámara, graban el vídeo o toman la foto y ya. No encuentran nada más y dejan la cámara, pero hay otros que no se quieren despegar nunca de ella y dicen: “Yo grabo, yo tomo, yo hago”. Eso mismo me pasó a mí con la cámara de mi hermana.

Volviendo a las chicas del ICES, lo primero que les propuse hacer fue un Stop Motion. La idea era que ellas se imaginaran la escena y crearan la historia. Yo solo les daba las herramientas. Les expliqué que había que organizar un comité de arte, de fotografía y de producción; cada una escogió su rol. Así hicimos varios trabajos en los cuales ellas también actuaban.

A ellas les gustaba mucho los temas oscuros, así como darks, de zombis y cosas de ese tipo. Cuando íbamos a hacer las escenas, ellas se maquillaban los labios de negro, se vestían con ropa oscura y eso era lo que hacíamos; buscar vestuarios, explicarles cómo se grababa, cómo se tomaba una foto y de ese proceso salió una exposición de fotografía. Fuimos a un festival que se llama: Al sur de las montañas, que estaba ubicado en la cancha de la Bombonera en Ciudad Bolívar. Nosotras imprimimos las fotos y las pusimos ahí. La plata la pusimos unos pelados que hacían una vaca en la Casa Cultural y yo. Todo siempre fue re autogestionado. Eso fue chévere, poder hacer realidad los ejercicios artísticos de la comunidad, pero también es triste que el Estado no apoye estas dinámicas.

Esas niñas caían mucho a la Casa Cultural y nosotros les empezamos a dar confianza. No iban solo por los talleres, la casita era lugar donde se podían encontrar, parchar e incluso verse con los novios. Les decíamos: “¿Quieren manejar el espacio? Pues háganlo, acá tienen unas llaves. Pueden parchar, pero tienen que mantener, por ejemplo, la cocina limpia”. Sin embargo, un tiempo después, tuvimos problemas con ellas porque empezaron a usar el espacio únicamente para estar con los novios y para fumar marihuana, todo lo contrario al propósito de enseñarles sobre cine.

La Casa Cultural es un espacio abierto a todo. Es bien chévere porque siempre ha sido un lugar de encuentro. Cualquier vecino puede entrar a sentarse y tomarse un tinto o hablar con el que está ahí, la casa permanece abierta, no tiene un horario. Pero no es fácil de entender, es un poco raro. Al principio, cuando llegué, no era claro qué propósito tenía. Entraba y veía que era el parchadero donde se fumaba, tomaba y hablaba con mucha gente. Pensaba: “Parce, ¿pero este es un lugar de qué? ¿Es un fumadero de marihuana? o ¿A lo bien sí hacen cosas?”. Al principio no es fácil entender bien la cuestión, pero cuando uno empieza a ir, se da cuenta de los talleres y de los procesos con la comunidad.

Por ejemplo, había días en los que entraba a la Casa y me sentaba. Unos minutos después, llegaba alguien y empezábamos a conversar. A veces venían los pelados de la Potorap, y contaban su día de trabajo; cómo les había ido rapeando en los buses. Hablaban, también, sobre el festival de rap que estaban planeando, de la organización, de los cantantes que iban a invitar, y a mí me fascinaba sentarme y escuchar sus historias. Ellos comenzaron a hacer videoclips para sus canciones y un día les dije: “Sí, bacano que ustedes cojan las cámaras y se graben, pero estaría más chévere que también conozcan esta otra forma de hacer vídeos. Yo les puedo enseñar. Si les gusta, empezamos a crear y a grabar, si no, pues bueno”.

Así inició un proceso en el que nos reuníamos, les explicaba los procesos de producción y, en medio de las palabras, ellos decían: “Quiero que en esta parte del vídeo salga esto, que acá salga aquello”. Les pedí a mis amigas de la universidad que fueran a la Casa Cultural a dar un taller de dirección de arte y de producción, y cuando los dictaron, ellos se entusiasmaron. Finalmente, llegamos a desarrollar el argumento de la mano con el guión literario y ya ni me acuerdo por qué no seguimos. Para mí, las historias de esos muchachos daban para hacer una película.

Recuerdo que había escenas muy lindas que ellos me contaban, por ejemplo, la de Enigma. Él escribió una para un videoclip que se llama Solo por hoy; quería que un niño llegara a un cementerio y se robara las flores de una tumba cualquiera para ponérselas a la de su mamá. Así empezaron a surgir escenas muy personales, pero no les preguntaba directamente: “¿Y su mamá está muerta? o ¿Ese niño era usted?”. Yo daba por hecho que era la historia de cada uno.

Una vez crearon una escena en la cual un personaje estaba en la mitad de un cuarto oscuro y no había nada alrededor. De repente, el cuarto se iba llenando de televisores, radios y neveras. El personaje soñaba que cogía todos los aparatos y los vendía para poder comprar droga.

Esa es la magia de la Cultural, poder encontrar historias de todo tipo. Allá iba mucho pelado a parchar y a fumar marihuana, hay gente que llegaba solo a hacer eso. Siempre se procuraba decirles: “Acá pueden fumar, pueden venir a hacerlo, pero hagan otra cosa también. Cojan una pala y siembren una planta, pinten algo, arreglemos la biblioteca o hagamos un taller de esténcil, de grafiti, de lo que sea”. Hoy, en cambio, hay veces que ni siquiera toca decirles, la motivación de hacer algo viene por iniciativa propia.

Ese ha sido uno de los problemas históricos de la casa: la fuma. Nosotros debatíamos si se debía permitir o no y había compañeros que defendían que la Casa Cultural se creó en esa dinámica del consumo y de entender que los pelados que fumaban podían hacer otras vainas diferentes en ese espacio. Se trataba de comprender que es preferible que se fume en el espacio a que lo hagan en una esquina y los maten, pero, así mismo, de que en la Casa se dialogara y se hicieran actividades que provoquen un pensamiento más crítico y reflexivo frente a la vida. Otros no estaban de acuerdo con esas posiciones y decían que para la comunidad fumar estaba mal visto y que los vecinos veían la Casa Cultural como la casa de los marihuaneros.

El espacio es bien loco porque ha tenido un montón de cambios y de procesos. Hubo temporadas en las cuales es solo para farrear, fumar, parchar y no hacer nada más. Pero en otros momentos sí se activaba la Casa y entonces trabajábamos la huerta, hacíamos talleres o grupos de lectura con los niños y siempre se estaba entre parchar y hacer alguna actividad. Hoy, las temporadas de farra ya pasaron. Ahora hay más conciencia del camello frente a las huertas, la música, la danza y el encuentro de experiencias que nos aporten a pensarnos un país diferente, más digno desde la educación y el arte.

Uno de los procesos que más recuerdo en la casita son los zancos. Yo no sabía montar, Chucho y Góngora me enseñaron. Una vez los vi montando y les dije que quería aprender. Ellos estaban dispuestos a enseñarle al que quisiera aprender. Así que en una ocasión le dije a Chucho que me ayudara a subir a los zancos, él me subió y me dejó sola al lado de la estructura de la casa porque él estaba haciendo un tatuaje. Yo estaba cogiéndole el tiro a los zancos, me sostenía del techo y me soltaba de vez en cuando. Una amiga, Andrea, la flaca, me llevó un vaso de agua y no pude coordinar el movimiento de los pies mientras tomaba agua. Me fui al piso y me di re duro en la cabeza.

Chucho vino corriendo y me dijo que cómo se me ocurría soltarme y dejarme caer. Todos estaban preocupados, pero me recompuse rápido. Cuando reaccioné, Chucho me dijo: “¿Qué? ¿Pa’ arriba otra vez?”. Le respondí: “Bueno”. Él me volvió a levantar y se fue, me quedé sola de nuevo. Cuando ya estaba arriba empecé a sentir mareo y pensaba: “Uy, me voy a desmayar, me voy a desmayar”. Me tocó gritarle a una vecina que iba pasando al frente: “Veci, veci, llame a los que están en la Cultural porque me voy a caer, me voy a desmayar”. Todos salieron y me ayudaron a bajar. Eso es lo último que recuerdo. Ese día dije que nunca más me iba subir, pero a los pocos meses seguí practicando. Cuando había marchas o eventos artísticos llevábamos los zancos y me gustaba subirme en ellos.

Uno de esos eventos a los que asistimos con el grupo de la Casa, fue un diplomado de cine comunitario en Tocancipá. Fuimos a tocar música andina con el grupo Vientos del sur, que hace parte de la Cultural, y a proyectar el documental de 18 toneladas. Allá conocí a Johana. La primera vez que nos vimos, ni nos hablamos, pero unos meses después fui con una amiga a Ecuador y le pregunté a Laura, la que organizó el diplomado, que si tenía algún contacto en Pasto para quedarnos y hacer una escala. Ella me dio el contacto de Johana, fue muy amable y nos recibió.

Johana trabaja con el teatro de la Guagua en Pasto, así que le propuse que hiciéramos un taller de Stop Motion en el teatro y que nos valiera el taller como intercambio para la posada de una semana; ella aceptó. En ese entonces no éramos tan amigas. Aunque nos quedábamos en su casa, no hablamos mucho. Después de un año, ella me contactó para que le ayudara en la organización del Festival de Teatro Callejero, un espacio alternativo que la Guagua hace del Carnaval de Negros y Blancos. Me gustó la idea y viajé a Pasto dos semanas; a partir de ese momento, nos hicimos amigas.

Un poco después, ella llegó a Bogotá para estudiar su maestría en la Universidad Nacional. Johana no conocía Bogotá, así que la invité a la vieja Cinemateca a ver unos cortos. Esa noche nos pegamos tremenda borrachera y se nos soltó la lengua.


Caminamos toda la noche por la carrera séptima y hablamos sin parar mientras tomábamos Chapil, una bebida alcohólica típica de Nariño, que ella trajo de Pasto. La invité a Potosí y a que se quedara en mi casa. Al otro día, caminamos por el barrio y nos volvimos muy cercanas. Ella tenía algunos problemas en el lugar donde se estaba quedando, así que le propuse que viniera a vivir con mis papás y, así, empezó a vivir en el tercer piso de mi casa. Mi familia la quiere resto. Es bien formalita, dice mi papá.

Después de un tiempo, Johana empezó a involucrarse en todo lo que yo hacía. Una vez, cuando se estaba organizando el Festival del Ojo al Sancocho, nos reunimos con Janeth, una de las creadoras del festival, y con todo el equipo del evento para hacer una comparsa por el barrio para invitar a la gente a participar del festival. Como Johana tenía experiencia en el teatro y las comparsas, quedamos encargadas junto con Jeffrey de organizarla.

Duramos tres meses convocando a los niños y a las niñas. Hicimos carteles y los pegamos en las calles y los difundimos también por la Internet. A los chicos cercanos a la Cultural les decíamos: “Vea, vamos a hacer unos talleres para que aprendan a montar zancos, para que aprendan a botar fuego por la boca y puedan salir en la comparsa del Sancocho”. La propuesta era atractiva para ellos porque los niños siempre se quieren subir a los zancos; los niños que van a la Casa Cultural siempre se han subido a ellos o hacen malabares, es algo común.

Fue impresionante la cantidad de niños que llegaron a los talleres que hicimos en el ICES. Nos reuníamos los sábados y los domingos en la tarde, dos horas. Mientras unos montaban zancos, otros hacían máscaras; les tocaba turnarse porque no había muchos zancos. Johana se quedaba con los que no montaban y crearon una obra de teatro. Era fácil ver quiénes tenían el talento de montar y quiénes no. Había chinos re emocionados, decían: “Quiero montar, quiero montar”, pero lo hacían y se arrepentían. Nunca volvían a subir, no les tramaba, les daba miedo. Para la comparsa, tuvimos un grupo de cinco niños que sí les tramó lo de la zanqueada.

Durante los ensayos hacíamos caminatas por el barrio. Les decíamos que tocaba practicar subiendo y bajando la loma, porque no es lo mismo que caminar en terreno plano. Nos íbamos hasta el Puente del Indio o al paradero de Potosí; bajábamos y subíamos esas calles toda la tarde. Para ellos era severo porque nos pedían que pasáramos por donde la tía o la mamá y cuando estábamos allá, saludaban gritando desde la calle hacia sus casas para que los vieran montados en los zancos.

Al terminar los ensayos, los chicos preguntaban: “Profe, ¿cuándo vamos a seguir con las clases? ¿Qué más vamos a hacer? ¿Qué más vamos a aprender?”. Así que, nos reunimos con Jeffrey y Johanna, y dijimos: “Este proceso no se puede parar aquí”. Los empezamos a citar dos veces a la semana para que siguieran aprendiendo más sobre los zancos. Fue muy chistoso porque nosotros apenas sabíamos montar y caminar, nada más. Los niños empezaron a explorar trucos por su cuenta, trucos que nosotros no habíamos hecho. Quienes estábamos ahí, supuestamente para enseñarles, en realidad terminamos aprendiendo de ellos. En ese momento, encontramos un grupo de zanqueros de Clepsidra Teatro que se reunía en el Parque Nacional y decidimos llevar a los niños allá para que aprendieran de gente que sabía más. A ese proceso, llevamos a Esmeralda, Yuli, Sonia y Víctor Manuel, que era un caso muy especial, este último, porque a su abuela, que es muy creyente, no le gustaba que el niño montara zancos o escupiera fuego porque decía que eran cosas del demonio.

 
 

Esa gente que se reunía en el Parque Nacional era una locura. Saltaban en un zanco, corrían, se levantaban solos y hacían piruetas. Las niñas, cuando vieron eso, quedaron asombradas y les aumentó las ganas de meterse en el cuento. Después de ese día, llegaban a la Casa Cultural con vídeos de zanqueros haciendo trucos re locos, querían aprender a hacerlos, pero nosotros no sabíamos cómo enseñárselos.

Con Jeffrey nos reíamos porque decíamos: “Marica, estas chinas son re ásperas. ¿Qué hacemos acá?”. Solo les dábamos las herramientas y el espacio, pero ellas eran los que se craneaban severas vainas. En ese punto, nos exigieron más como profes. Así que nos pillábamos solos con Jeffrey para montar zancos los dos y hacer lo que las chinas habían hecho antes como, por ejemplo, ensayar la caída. Siempre hay que poner colchonetas para tirarse de rodillas. Eso jamás lo había practicado yo. Los niños lo hacían todo el tiempo y uno lo exigía porque allá, en esos encuentros, aprendimos que para caer, en caso de cualquier accidente, siempre debe ser de rodillas porque las manos son más propensas a romperse. Eso fue bien chistoso porque una vez ellos me pidieron que lo hiciera. Estaba re asustada y tenía pena de decirles que nunca lo había hecho. Todos empezaron a gritar: “Hágale, sin miedo”. No pude, me quedé paralizada. Pero, de esto se tratan los procesos populares, de los conocimientos compartidos desde la propia experiencia. Todos y todas somos profes, nadie sabe más, ni tiene la certeza de todo, es un encuentro conjunto desde el que se construye formas propias de hacer un arte y dialogar con los demás. Nunca fui solo yo la profe, todos nos enseñábamos mutuamente.

Esmeralda, Yuli, Víctor y Sonia fueron muy firmes y aprendieron muy rápido. Después, otros niños llegaron a la Cultural para aprender zancos y terminaron siendo como 20. En ese momento, tocaba tener cuidado porque los más antiguos trataban mal a los nuevos y se desesperaban cuando no les entendían; nos tocaba pararlos y decirles que tuvieran paciencia.

Es que esos niños no son tan sencillos, son muy gavilleros. Muchos de ellos, por ejemplo, son hijos de personas que manejan ollas en el barrio. Esos chinos son re parados. Una vez, en los talleres de zancos, los pelados se encontraron unos chinitos venezolanos. Fue terrible. Les gritaban mientras los amenazaban con pegarles con palos y les decían: “Veo, venezolanos, ábranse de aquí, este no es su pedazo”, y esos niños son una cosa chiquita, era impresionante ese nivel de violencia. Esa vez nos tocó hablar con ellos y decirles que todos somos iguales, aunque ellos vengan de otro lugar y eso había que respetarlo: “Hay que entender que en este lugar estamos viviendo todos y hay que compartirlo”, pero ellos no escuchaban. Me respondían: “Sí, sí, profe”, pero al final sé que no les importaba. Las familias de esos niños pueden ser peor de gavilleros que los pelados. Seguramente ellos aprenden eso de su casa porque siempre están en ese contexto de confrontar al otro, al que es diferente o que es de otra banda, y los mismos niños empiezan a formar sus propias pandillas.

Creo que lo que hacemos en la Casa Cultural puede ayudar un poco, pero la mayor parte del tiempo ellos lo comparten con la familia; a la Cultural pueden ir todos los días, pero solo un ratico. Por eso, fue una lástima no poder continuar con el proceso de los zancos. Al final logramos conseguir, gracias a Jeffrey, unos certificados para los niños que participaron en el proceso. Hicimos una clausura y todo, pero Johana acabó su maestría y se devolvió a Pasto. Yo quería pasar la navidad con ella y su familia, así que me fui para allá. No planeaba quedarme, pero me salió trabajo y así terminó el proceso con los niños.

Ahora bien, resulta que el teatro de la Guagua trabaja con una oenegé en Tumaco para concientizar a la población sobre el buen tratamiento del agua. A Johana la contrataron para hacer unos murales y, cuando ella se fue para allá, la acompañé. En realidad, yo solo iba a conocer, aunque no sabía si quería volver a Bogotá. Tenía ganas de alejarme un poco y concentrarme en mi tesis y las cosas que quería escribir sobre el lugar de donde vengo, de la exploración de mis raíces, que es lo que le da forma a mi trabajo de grado, una exploración muy visceral de lo que soy.

Cuando llegamos, nos dijeron que una de las nenas que hacía parte del proceso de creación les canceló porque no quería volver a Tumaco y había una vacante. Me ofrecieron el trabajo porque poca gente se atreve a ir allá. Uno siempre escucha que Tumaco es muy denso. Al principio, me daba miedo porque es un territorio peleado por los grupos armados, pero pagaban bien y decidí aceptar. También porque era un trabajo con las comunidades. Siento que mi objetivo principal en la vida es conocer y compartir con los territorios más vulnerados por la violencia. Mi trabajo con los procesos del barrio y mi mirada frente a la realidad social del país me hizo más consciente de ese pensamiento.

Estaba emocionada porque quería trabajar con las comunidades. El proceso que se estaba haciendo con la gente me parecía súper bonito, pero llegar allá desde una oenegé, con el chaleco de la corporación puesto, era dejar en claro que uno no pertenece a ese lugar. Me sentía rara, como uno se siente cuando llegan acá, a Ciudad Bolívar, a hacer campañas de lo que sea o cuando viene gente de otros lados con chaleco o con proyectos para estudiarnos y utilizarnos. Sé que eso raya mucho y uno siente que esas personas vienen con interés de desarrollar proyectos individuales y no a entender la cotidianidad de la gente.

El trabajo era un reto bonito, pero era difícil porque nosotros íbamos a meterles la vuelta del tratamiento del agua, sin embargo, eran conocimientos que ellos ya tenían aprendidos e incrustados en la cabeza. Lo tienen más claro que nosotros, pero nuestro aporte está enfocado desde el arte: el espacio artístico para manifestar lo que saben. Mi aporte partía desde lo audiovisual y la producción de vídeos.

Yo quisiera que además de esas actividades, se hiciera un trabajo de lo que en realidad esas comunidades quieren contar a través del arte. No me gusta que sea algo impuesto, porque son comunidades que históricamente han sido silenciadas y en sus ojos se percibe el miedo, la opresión y la guerra. Recuerdo una sesión en la que teníamos que componer un arrullo sobre el tratamiento del agua. De repente, una de las señoras de la comunidad, a las que les dicen las mayoras, empezó a cantar: “Pin pon y dispararon, pin pon y dispararon”. Yo siento que ellas sí quieren hablar de su realidad, pero no tienen el espacio para hacerlo y tienen miedo. No me gusta que a veces cuando ellas meten temas políticos en los vídeos y las canciones, la oenegé nos devuelve los trabajos y nos dicen que todo tiene que estar focalizado en el tratamiento del agua.

Por mi parte, tenía ganas de desarrollar la propuesta de vídeo, el objetivo era hacer varias composiciones. Nos repartimos en dos grupos. A mí me tocó en la vereda de unas señoras a las que les dicen “mayoras”, ellas son cantaoras. Al otro grupo, les tocó con unos jóvenes que querían hacer una coreografía. Mi idea con ellas era hacer un videoclip de una composición que hablara del tratamiento del agua. Todo lo iban a hacer ellas. Alcanzamos a crear una canción, a grabar la composición y el vídeo, pero el audio no lo terminamos porque llegó el Coronavirus.

Una semana antes de que se realizaran los encuentros entre todas las comunidades para compartir lo que había hecho cada proceso, todo se pifió. Nos tocó devolvernos a Pasto y de ahí no alcancé a venir a Bogotá porque cerraron las carreteras. El trabajo se suspendió y se supone que lo vamos a retomar cuando todo pase.

Ese viaje a Tumaco me ayudó a concentrarme. Duré tres años sin querer escribir mi trabajo de grado. Cuando me fui, empecé a hacerlo porque estaba sin ninguna distracción. En el barrio me vuelvo loca; salgo pa’ allí, ‘parcho’ por allá y siempre hay algo que no me deja hacer nada. Alejarme me permitió pensar y centrarme en mis cosas. Por fin pude terminar la tesis y me voy a graduar después de estar aplazándolo por años. El trabajo de grado lo postularon para ser meritorio. Ese texto lo escribí desde las entrañas, sobre mi vida y lo que significaba haber crecido en mi barrio. Mi papá está muy feliz y orgulloso, pero me sigue molestando para que consiga trabajo en Bogotá.

Para mí, Potosí inició siendo nada. Era un lugar en donde sentía que no estaba mi futuro y en el cual muchas personas también me decían que sentían lo mismo. De alguna forma, todos queremos salir de aquí a otro lado, a buscar otras formas de vida. Fue ese territorio del que me daba pena decir que era porque mucha gente piensa en Ciudad Bolívar, y en Potosí, como uno de los lugares donde se resguardan los ladrones, los sicarios y los matones. Todo lo malo está escondido acá. Sin embargo, cuando conocí los procesos comunitarios y populares de mi barrio, Potosí se convirtió en un espacio totalmente diferente.

El arte estaba alejado del barrio, lo veía como algo que solo se encontraba en los museos o en el centro de la ciudad, y solo lo podían tener y hacer quienes contaban con un apoyo económico. El arte no era para quienes no teníamos nada.

Entender mi barrio significó acercarme a la historia de Colombia y del conflicto armado. Descubrir que mi familia también es víctima de ese conflicto, que mis papás llegaron a Potosí por las consecuencias de la guerra y la pobreza. El barrio me amplió la mirada para observar a las personas que habitamos este territorio. Potosí es una ventana a través de la cual me acerqué a la realidad social que vivimos. Nuestros procesos comunitarios me mostraron lo que podemos hacer y hasta dónde podemos llegar desde nuestro lugar en el mundo y desde lo que sabemos empíricamente.

El barrio se convirtió para mí en un lugar donde se sueña y se trabaja mucho en comunidad. Siempre estamos pensando en un bien común. Me encanta hablar de Potosí porque ha sido muy estigmatizado. Sí, también hay ladrones, droga, delincuencia y matones, como en todo Bogotá, pero, de hecho, pienso que hay más en el centro que en el sur. Hablar del barrio permite dar a conocer nuestra versión de los hechos, otra versión de lo que somos, de nuestros procesos culturales que pretenden que la comunidad se acerque a otras formas de vivir y de ser más sensibles a lo que se hace desde el arte, el cine, la huerta o la biblioteca. Potosí se convirtió en un lugar de lucha.

Cuando abrieron las carreteras, volví a Bogotá. Al llegar, todo me molestó. Veía mi casa destrozada, agrietada, como si se estuviera cayendo, era una sensación bien fea. Me sentía aturdida por el ruido. El muchacho de la casa de enfrente estaba aprendiendo a manejar una moto y trataba de hacer maromas; todo el día se escuchaba ese sonsonete. Me pasaba lo mismo con la vecina de abajo que no paraba de escuchar reggaetón a todo volumen. Quería sentarme a leer y no me podía concentrar, así que salí.

Sentía el impulso, sabía que allá estaba la Cultural y que es un espacio abierto. Uno piensa en ir y parchar. Antes de venir a Bogotá, me dije que me iba a alejar de la Casa Cultural, de todo lo que se está haciendo en el barrio. Quería concentrarme en la historia que estoy escribiendo que se llama No soy de aquí y que habla de la realidad de la violencia política en Colombia a través del personaje de una mujer que se involucra con un hombre revolucionario. Cuando llegué pensaba: “Voy a centrarme en mi guión y voy a escribir”. Pero ese día, en el finalmente fui, entendí que eso no iba pasar, que iba a seguir parchando. Me gusta compartir con ellos, me gusta escuchar sus historias, me gusta hablar con los niños que llegan, me gusta ir a la montaña y me gusta estar en mi barrio.

Esa semana que llegué, terminé de leer un libro que había empezado hace unos meses. Se llama Ciudad Bolívar: la hoguera de las ilusiones de Arturo Alape. Subí a la terraza de mi casa, puse la hamaca y me senté. Me emocioné con la idea de contar mi historia. Cerré el libro, volteé a mirar la montaña y dije: “Qué chimba ser de Poto. Qué chimba haber nacido acá”.

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